Alaphilippe, nuevo rey del mundo ciclista


No dejaba de mirar hacia atrás Julian Alaphilippe. Nervioso. Consciente de estar ante la oportunidad de su vida. Camino de la gloria inigualable de proclamarse campeón del mundo. Acariciando ya el arcoíris. Pero sin certeza ninguna y consciente de que le perseguían por detrás cinco galgos de los que no podía fiarse. Miraba constantemente hacia atrás el corredor francés, Loulou para sus compatriotas, uno de esos ciclistas admirados más allá de su nacionalidad, porque es aguerrido, atacante, siempre valiente. Es patrimonio de la humanidad ciclista. Su patria es el espectáculo, el ciclismo de ataque, las aventuras osadas. 

Había atacado Alaphilippe en la última subida a la Cima Gallisterna, justo en la parte final de la ascensión. Demostró cuando se había formado un grupo selecto. Quien hizo la selección fue el suizo Marc Hirschi, otro de esos corredores valientes que sólo entienden el ciclismo al ataque, que no conciben conservadurismo alguno. Y tras él se fue el propio Alaphilippe, ansioso, loco por la música, soñando con el maillot arcoíris de campeón del mundo. Y también el polaco Michal Kwiatkowski (campeón del mundo hace seis años en Ponferrada),  el alemán Schachmann, el italiano Nibali (genio y figura), el esloveno Roglic (recuperándose del golpe anímico de perder el Tour el penúltimo día), el danés Fuglsang y el belga Wout Van Aert, que era el gran favorito, al que todo el mundo señalaba como candidatos máximo a la victoria. 





Atacó Alaphilippe con todas sus fuerzas, con uno de esos demarrajes potentes imposibles de seguir. Fue un ataque seco, eléctrico, imponente. Se marchó en solitario y se lanzó a tumba abierta en el descenso. Era ahora o nunca. Esa era su oportunidad, tenía que perseguirla. Fue abriendo poco a poco diferencias, aunque no llegó a tener más de 20 segundos de ventaja. Por detrás no hubo entendimiento del todo. Todos tiraron, claro, porque veían que el arcoíris se les escapaba, pero existía en ese grupo perseguidor el recelo lógico de no querer trabajar más de la cuenta, para no desfondarse y brindarle en bandeja el triunfo a un rival gracias a tu esfuerzo. Van Aert se desesperaba, porque él era el gran favorito, porque tenía todas las de ganar en un sprint reducido. Sabía que Fuglsang, Roglic, Kwiatkowski y Hirschi le dejarían a él la responsabilidad de la caza.

Alaphilippe no dejaba de mirar atrás. Quería tener referencias. Necesitaba que el reloj avanzara más rápido, que el cuentakilómetros marcara ya la llegada al circuito de Imola. Ahí entró en solitario, sin dejar de mirar atrás, pero quizá ya más convencido de su victoria, la más grande de su carrera deportiva, la más especial. A la desesperada lo intentó Van Aert, pero no pudo ser, la suerte estaba echada y la victoria sería para Julian Alaphilippe, el ciclista que siempre lo intenta, el de los ataques explosivos que incendian las carreras, el que nunca se rinde. Entró en solitario en meta el corredor francés, ya sin mirar hacia atrás, sólo hacia adelante y hacia arriba, recordando a su padre, fallecido hace unos meses, al que también le dedicó su triunfo de etapa en Niza en el Tour de Francia. 

En el sprint por la medalla de plata Se impuso Van Aert, mientras que el bronce se lo llevó Hirschi, que pasó por delante de Kwiatkowski, por la mínima. Alejandro Valverde, que no pudo entrar en el corte final, terminó octavo, un puesto más que digno. 

La última vuelta al circuito ha sido lo más emocionante de un Mundial que hasta entonces, a pesar del maravilloso circuito, no había ofrecido grandes batallas. Formaron la primera escapada del día el alemán Koch, el noruego Traeen, el japonés Arashiro, el belga Grosu y el mexicano Castillo Soto. Varias selecciones, entre otras, la suiza, la danesa y la eslovena, trabajaron para mantener la escapada en un margen razonable.  

Precisamente la Francia de Alaphilippe endureció la carrera a falta de 69 kilómetros. Cuando restaban dos vueltas al circuito el flamante ganador del Tour, Tadej Pogačar, tuvo un problema mecánico que le obligó a cambiar de bici. Poco después, a 42 kilómetros del final, lanzó un portentoso ataque, que obligó a Bélgica a darlo todo para evitar que la perla eslovena tomara una ventaja insalvable. Llegó a tener 25 segundos, pero fue cazado cuando restaban 22 kilómetros para el final, tras un ataque de Tom Dumoulin, que llegó después de un arreón de Mikel Landa, muy activo en la parte final de la prueba. Llegaron después varios ataques, como uno de Caruso al que se sumaron Carapaz, Nibali y Van Aert. Después tomaron unos metros Nibali, Landa, Van Aert y Urán. 




Algún que otro demarraje llegó después, hasta el movimiento  definitivo de un colosal Alaphilippe. El ciclista francés, muy emocionado y sin poder contener las lágrimas ni dejaba de mirar el maillot arcoíris que optaba en el podio, como sin terminar de creérselo. Le escoltaron en el podio Van Aert y Hirschi, dos jóvenes ciclistas que tendrán seguro la oportunidad de vestir esa túnica sagrada que certifica a un ciclista como el rey del mundo, la que llevará Alaphilippe desde ya y durante todo un año. Oh là là, Loulou!

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