Recuerdos ciclistas (IV): La gran gesta de Froome

El cuarto recuerdo ciclista de esta nueva sección del blog es el más cercano en el tiempo, de apenas dos años, pero tenía que estar aquí. Chris Froome ha ganado multitud de carreras dominando de forma arrolladora, controlando la prueba gracias a su todopoderoso equipo, minimizando riesgos, imponiendo su ley. Son victorias valiosas, claro, y tienen un gran mérito, pero no son los mejores recuerdos de la carrera del corredor británico de origen keniata. Es cuando Froome ha tenido que atacar de lejos, cuando ha perdido ese control absoluto sobre las carreras, cuando hemos visto su mejor cara, la más batalladora, la más imponente. Cuanto más vulnerable ha sido en apariencia, cuanto más difícil lo ha tenido, más claramente ha mostrado su talento y su enorme clase, su rabia y su profesionalidad


En el palmarés de Froome, por tanto, hay victoria de sobra para elegir. Pero su gran gesta hasta ahora, sin duda, la consiguió en el Giro de 2018, cuando incendió la carrera con un demoledor ataque en Finestre, a más de 80 kilómetos (¡80 kilómetros!) de meta. Ese ataque le sirvió para ganar la corsa rosa, pero eso casi es lo de menos. Lo más importante fue lo que transmitió con ese demarraje, que en parte era una censura a la totalidad de la forma de correr más habitual de su equipo, la de anestesiar las carreras hasta el final. Pero esta vez todo fue diferente, tenía que ser diferente para poder ganar y no lo pensó. Atacó. No lo dudó. Se lanzó a por la victoria. Y la logró, haciendo bueno esos versos de Sabina, "que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena". 

Las diferencias conseguidas en meta por Froome hablan con claridad de lo demoledor de su ataque: más de tres minutos sobre Richard Carapaz, ganador de la carrera un año después, y sobre Tom Dumoulin, vencedor de la prueba un año antes. Arrasó Froome. Reventó el Giro y logró mantener la maglia rosa de líder en la siguiente etapa, la última de montaña, en la que terminó de sentenciar la carrera. 

Fue extraordinario ver a Froome cabalgando en solitario aquel día, ascendiendo y descendiendo colosos montañosos,  dejando a un lado el conservadurismo y el control exhaustivo de los esfuerzos, abrazando el ciclismo épico, regalándose a él mismo y regalándonos a nosotros un día glorioso, para el recuerdo, cuyas emociones despertadas valen más que cualquier triunfo oficial, que cualquier victoria que sumar a un palmarés. Como escribíamos en la crónica de aquella etapa, el Giro es una carrera inigualable y el ciclismo es único por días como ese. 

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