Diez años sin Pantani

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de Marco Pantani. El Pirata es uno de los grandes mitos de este deporte, una leyenda. Un héroe trágico. Un personaje excesivo para lo bueno y lo malo. Los deportes con tanta historia como el ciclismo se alimentan de mitos. El ciclismo se engrandece con los nombres de ilustres corredores que lo embellecieron y elevaron a la categoría de arte, de explosivo espectáculo, de disfrute sin par. Y en ese olimpo de los dioses ciclistas tiene un papel reservado Marco Pantani. Ganó un Tour y un Giro, muchas etapas en estas y otras carreras. Pero El Pirata era de esa clase especial de corredores que sobre todo es recordado por estilo personal e inigualable que levantaba a los espectadores del sillón y hacía afición. Dijo ayer Contador que quería recordar a una de las personas que hizo que se enamorara del ciclismo. Y así es. Pantani enamoraba. En un guiño macabro y cruel del destino, fue precisamente un 14 de febrero, el día que dicen de los enamorados, cuando el corredor italiano encontró la muerte del modo más solitario y triste que pueda imaginarse. Tenía 34 años.

Recordar a Pantani es complicado porque nos conduce irremediablemente al dilema de la difícil convivencia con el pasado del ciclismo. Una suerte de memoria histórica que cuesta digerir. Si hablo en primera persona diré que pocos corredores me han emocionado tanto como Pantani. Me sobran dedos de la mano para contar a ciclistas del carisma y la genialidad del Pirata. Pero, al lado de esta sensación, de este imborrable recuerdo, está todo lo demás. Pantani representa el ciclismo épico, el de atacar con el cuchillo el de los dientes. Ese ciclismo del "o reviento yo o revientan los demás". El de atacar y atacar sin descanso. El del cautivador pedaleo en las montañas. El ciclismo que enamora y fascina. Pero también representa la cara más oscura del ciclismo. Aquel Giro del 99 cuando Pantani fue expulsado de la carrera por niveles de hematocrito altos, aunque nunca llegó a demostrarse que fuera un positivo por EPO, Pantani decepcionó a muchos. Su final, por una sobredosis de cocaína, le presenta como un pobre hombre atrapado en adicciones. El genio y la víctima de la droga. El mito y su descenso a los infiernos. 

El ciclismo se alimenta también del pasado, como todos los deportes. Como todo en la vida. Al fin y al cabo somos la suma de lo que ha sido, de lo que llegó antes de nosotros. Eso nos marca y nos moldea. Siempre he defendido que el futuro es lo más importante. Debemos preocuparnos por construir en el presente un futuro limpio, creíble y atractivo. Un futuro sólido. Mirar atrás para reabrir heridas o escarbar en asuntos dolorosos es una labor inútil, desde mi punto de vista. Pero es cierto que, con Pantani y con tantos otros ciclistas, nos enfrentamos ante ese problema de la difícil convivencia con nuestro pasado. Nos produce cierta incomodidad, una mezcla extraña de sensaciones. La admiración al ciclista y el rechazo a una época que, a estas alturas pocas dudas albergamos ya, fue un tiempo oscuro de nuestro deporte en el que las sustancias dopantes corrían por el pelotón con inusitada frecuencia y facilidad. 

Cuesta convivir con ese pasado. Conjugar lo positivo y lo desagradable. La vida es un baile de contradicciones. Estamos llenos de ellas. En este caso que nos ocupa se aprecia con claridad. Recordamos las hazañas de Pantani y añoramos su genialidad encima de la bicicleta, pero al tiempo se nos congela la sonrisa por su final y por esa otra parte más oscura que también representó El Pirata. Nos deja un sabor agridulce. Una sonrisa amarga. No es sencillo separar sus logros de su descenso a los infiernos, sus fugas gloriosas del presunto dopaje en el Giro del 99, su imponente y cautivador pedaleo de su triste debacle final. Por qué no decirlo, a quienes vivieran en aquel tiempo cerca de Pantani también les debe costar mucho convivir con ese pasado, reconciliarse con él, por un inevitable sentimiento de culpa por no haber podido ayudar al corredor a superar sus adicciones y evitar una muerta tan injusta, tan temprana, tan dura. 

Sólo cuesta digerir un pasado, convivir con él, cuando tiene algo de doloroso y triste. Porque dulcificar la figura de Pantani o el ciclismo de su época es hacernos trampas en solitario. Y lo sabemos. O deberíamos saberlo a estas alturas de la película. Pero también sabemos, o al menos yo lo tengo claro, que no podemos ni queremos rechazar de plano a este personaje y a este tiempo del ciclismo. A sus mitos. Porque lo que hemos vivido frente al televisor es imborrable. Una de las más dolorosas y desagradables consecuencias del dopaje es la sensación que queda en el aficionado de que ha visto algo falso, o que era en parte una mentira. ¿Cómo borrar de nuestra retina todos esos momentos? No, no es igual que borrar un nombre de un palmarés o dejar en blanco el libro oficial de una carrera durante años. Se podrán borrar todas esas huellas, ¿pero quién borra la memoria del espectador, de tantas y tantas tardes? Ahí reside la compleja convivencia con nuestro pasado. Incapaces de hacer borrón y cuenta nueva, de eliminar de nuestra memoria aquellas sensaciones, pero tampoco dispuestos a autoengañarnos. 

Los tiempos de Marco Pantani no deberían volver. Sí, ojalá volviera ese ciclismo aguerrido, sin control ni conservadurismo. Esos corredores que lo daban todo desde lejos, que sólo parecían felices y realizados en las fugas. Los ciclistas que reventaban a sus rivales en la montaña y hacían volar al aficionado. Pero no queremos que vuelvan los espectáculos desagradables de aquel Tour de Festina, el que ganó Pantani en el 98. O los casos de dopaje, o esos sobresaltos que inesperados llegaban con bastante frecuencia derribando mitos y leyendas vivas de nuestro deporte. Como si de una relación de pareja que ha terminado se tratara, debemos reconciliarnos con ese pasado. Conservar en la memoria lo bueno de aquel tiempo, porque sería injusto borrarlo, pero recordar también lo malo para evitar caer en errores pretéritos. Por ejemplo, no olvidemos lo que está penando el ciclismo actual por los errores del pasado. 

La figura de Marco Pantani me ha servido para plantear esta reflexión más general sobre la convivencia del ciclismo con su pasado. Una convivencia que entiendo complicada. Ojo, no hablo del perdón ni de esos procesos cuasi inquisitoriales que parecen actos de fundamentalismo religioso que algunos andan por ahí presentando. No lo veo tanto así, sinceramente. La verdad sobre el ciclismo de los 90 parece ya muy clara, clara en su oscuridad, claramente turbia, se entiende. Ahora se trata de reconciliarnos, de aprender a convivir con ello. Y de no olvidar recitales como los de Pantani. Porque pienso, y esto sí que da para otro artículo de fondo, que el talento natural del Pirata no procede de ninguna sustancia dopante. Que una inmensa mayoría de los corredores de entonces recurrieran a sustancias prohibidas es muy triste, pero siempre he creído y así lo defiendo que ninguna sustancia convierte a un potro en un caballo de carreras. Y Pantani tenía unas cualidades naturales y un talento desbordante que, positivos o no entre medias, le venían de serie. Como ese carisma suyo que nos enamoró y nos sigue cautivando. Porque es ese aura que transmitía El Pirata y su forma de entender el ciclismo la que, finalmente, nos ayuda a cerrar el círculo, a reconciliarnos con ese pasado y a convivir con él, dentro de la contradicción, del mejor modo posible. Es lo que nos llevará cada 14 de febrero a recordar a nuestro querido y respetado Pirata. Siempre en el recuerdo, Marco Pantani. Un mito. Un ciclista único. 

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