Froome, historia viva del Tour


La relación de no pocos aficionados al ciclismo con el Tour de Francia es similar a la de algunos cinéfilos con los taquillazos o la de los más apasionados lectores con los best-sellers. Se sigue la carrera, claro, pero se mira con cierto recelo. Como si por el hecho de atraer al gran público mereciera menos reconocimiento. Es un poco esa actitud del aficionado a un grupo de música que se apresura a resaltar que le gustaba más su primer disco, aquel en el que era realmente independiente y que sólo escucharon  sus familiares y algunos amigos. 


Entiéndase esta introducción. Yo soy el primero que cree que el Giro es la gran vuelta por etapas más apasionante, mucho más que el Tour. Y también considero que el atractivo de las grandes clásicas o del Mundial no es comparable al de la ronda gala. Pero no deberíamos obviar que el Tour de Francia es el gran escaparate mundial del ciclismo. No deberíamos tampoco castigar a esta carrera por ello, sino más bien ensalzarla. Pocos días como la etapa final en París demuestran con más claridad que la carrera francesa trasciende al simple espectáculo deportivo, com miles de aficionados de todas las partes del mundo. Es una institución con sus rituales propios, como ese paseo triunfal por los Campos Elíseos. 

El Tour es el Tour. Más grande que ninguna otra prueba deportiva, porque es más que una prueba deportiva. Por eso dijo Dalí que cuando las bicicletas llegan a París termina el verano. Por eso los amantes del ciclismo, acompañados como nunca en el resto del año por aficionados ocasionales, no concebimos las tardes veraniegas sin el Tour. Y por eso, tras acabar la carrera gala, por mucho que esta edición esté lejos de haber sido una de las mejores, queda una cierta sensación agria, como de abandono, de ausencia. Ninguna otra carrera ciclista consigue concentrar tanta atención mediática como el Tour. Nunca se habla tanto del deporte de la bicicleta ni se acerca a él el público general como en el mes de julio. Y los puristas, los que seguimos las etapas desde el inicio y no nos perdemos ninguna carrera, ya estamos convencidos. Por eso es tan importante la grandeza sin par del Tour. También por esa razón la carrera francesa sólo merece la admiración y el reconocimiento, la entrega absoluta y la rendición sin condiciones, por más que la edición de este año inspire más un artículo de lamentos que una oda como esta. 

El Tour está en otra dimensión. Y lo comprende bien, porque también contribuye a ello, Chris Froome, quien ayer pronunció un discurso bello en los Campos Elíseos, glosando la grandeza de esta carrera, la más trascendente del mundo, y recordando con sus palabras el minuto de silencio que guardó la caravana de la ronda, la gran familia del ciclismo, tras la masacre de Niza. "Vive le Tour et vive la France", acabó su intervención el corredor británico. El ganador, sobre todo cuando vence de forma aplastante, no suele despertar excesivas simpatías, salvo que compartas nacionalidad con él. Pero es innegable la talla de este larguirucho y corajudo ciclista, que ha arrollado a sus rivales y que ha regalado varias de las escenas inolvidables de la edición 103 de la Grande Boucle. 

Es tal la autoridad del Sky que, no contentos con controlar la carrera, también ejercen un fabuloso dominio de la puesta en escena. De este Tour se recordará, sobre todo, la imagen de Froome corriendo vestido de amarillo en la ascensión del Mont Ventoux, tras quedarse parado y perder la bicicleta después del impresentable atasco causado por la afluencia de público y la falta de previsión de la organización. Pero también a él corresponde la estampa del ataque bajando Peyresourdes, su ataque y posterior sprint (desigual) frente a Sagan y, ayer, la entrada triunfal de los nueve hombres del Sky, abrazados, ocupando todo el ancho de la carretera, en línea de meta. Como un ejército que regresa victorioso y sin rasguños de una batalla. Por algo Sky, el patrocinador del equipo, es una cadena de televisión. Esa escena resume por sí sola tres semanas de carrera. 

Se esperaba más de este Tour. Más batalla por el triunfo, que desde muy pronto zanjó Froome, e incluso por los puestos de podio. Pero el Tour es el Tour, e incluso de ediciones tan decepcionantes como esta se pueden rescatar instantes memorables. El último, el apretado sprint entre André Greipel y Peter Sagan en París, resuelto en favor del corredor alemán. El ciclista eslovaco del Tinkoff es lo mejor que le ha pasado al ciclismo en muchos años, pues a su desbordante talento (reconocido esta vez por tres etapas, maillot verde y el premio de la combatividad) se suma su magnético carisma. Él es otro de los nombres de este Tour, que repasaremos mañana más en detalle. También merece mención su compañero de equipo, Rafal Majka, líder de la montaña. Y Adam Yates, mejor joven. Y, por supuesto, Romain Bardet, sonriente e ilusionante segundo puesto del podio, esperanza para el ciclismo francés. Y Nairo Quintana, tercero en un Tour gris, sí, pero no hay que olvidar que el corredor colombiano cuenta sus participaciones en el Tour por presencias en el podio. Y Alejandro Valverde, que no deja de asombrar y subió junto a Quintana, a Ion Izagirre (el héroe de Morzine) y el resto de corredores del Movistar a recoger el premio de mejor equipo. 

El último día de Tour también fue de reconocimiento para Joaquim Rodríguez. Se retira Purito, la sonrisa y la valentía permanentes, y ayer fue el primero en cruzar los Campos Elíseos, solo, en señal de reconocimiento del pelotón a su trayectoria. La última etapa demostró también que nunca se puede estar tranquilo en el Tour hasta que no se cruza la línea final. Que se lo pregunten si no aTony Martin, quien se retiró sorprendentemente en París. O a Kittel y Coquard, que se fueron al suelo en una etapa que aspiraban a a ganar. Historias de un Tour nada brillante, pero Tour al fin. Con todo lo que eso significa. Que es mucho.

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