Recuerdos ciclistas (XV): Cuando Sagan convirtió el arcoíris en su segunda piel

Tengo la sensación de que la calidad portentosa de Peter Sagan ha jugado, en parte, en su contra. Ocurre con muchos ciclistas talentosos: son tan buenos y es tanto lo que se espera de ellos que casi parece poco lo que consiguen, aunque sea mucho, muchísimo. El ciclista eslovaco tenía que estar sí o sí en estos recuerdos ciclistas con los que pretendemos hacer más corta la espera del regreso del ciclismo, cuando todo esto pase, cuando estos días de confinamiento y dolor sean sólo un mal recuerdo. Porque Sagan es uno de los corredores más carismáticos de las últimas décadas, una de las mejores cosas que le han pasado a este deporte recientemente. Y porque hay recuerdos asociados a él, claro que sí, como éste que traigo hoy al blog, su victoria en el Mundial de Doha en 2016, su segundo triunfo seguido en el Mundial. Aún faltaría por llegar un tercero consecutivo, algo que nunca nadie había hecho en la historia. 


Me quedo con este Mundial de 2016 y no con el anterior o el posterior, no porque la de Doha fuera una carrera precisamente apasionante, sino porque recuerdo bien y con mucho cariño donde estaba cuando sucedió. Son estas cosas de la memoria y los recuerdos, siempre caprichosos. La carrera fue sosa, como cabía esperar del recorrido plano de la prueba. Se preveía un sprint final y así ocurrió. No hubo grandes sorpresas y en lo estrictamente deportivo su valor fue quién ganó, Sagan, que lograba así revalidar el maillot arcoíris y convertirlo en su segunda piel, mucho más que el escaso espectáculo deportivo previo. 

Pero yo ese día estaba en la siempre querida Barcelona, de viaje con unos amigos. Todo amante del ciclismo sabe que a veces hay que hacer equilibrismos para compaginar la pasión por este deporte con la vida social. Cuántas mañanas de verano sin ir a la playa para ver entera la etapa montañosa del Tour. Cuántos domingos de abril pendientes de las clásicas. Cuántos planes de mayo ajustados convenientemente al Giro. Cuántas bodas, bautizos y comuniones celebradas precisamente el mismo día que la etapa reina de esta o aquella competición. 

Pues ese día estaba en Barcelona, sí, y cogimos entradas para visitar el Parque Güell, que siempre merece una visita, que nunca deja de sorprender. La visita coincidía exactamente con el desenlace de la prueba. Estaba justo en la plaza de la naturaleza, rodeado de esos magníficos bancos ondulantes, cuando la carrera entró en su fase final. Llegó el sprint. Y me detuve un momento, con permiso de Gaudí y de mis amigos, para ver a Sagan ganar ese sprint por delante de Mark Cavendish y de Tom Boonen. 

Fue el segundo Mundial para Sagan. El menos espectacular de los tres, sí, pero el que vi, a través del móvil, en un escenario más peculiar, más hermoso. Un año antes, Sagan había deslumbrando en Richmond, en un circuito con mucha más miga que el de Doha, y un año después hizo lo propio en el Mundial de Bergen. Pero esas son ya otras historias que, quién sabe, tal vez reviviremos en otro momento. 

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